FORTUNA E INFORTUNIO DE DOS MINEROS
ARTESANALES FAMOSOS
La historia de la minería en el Perú está plagada de hechos anecdóticos y también ejemplares; curiosos y a la vez llamativos. Todos ellos interesantes.
De entre ellos y ocurridos durante la época colonial extraemos la historia de “Ijurra no hay que apurar la burra” que es una de las más ejemplares tradiciones escritas por don Ricardo Palma en su obra “Tradiciones Peruanas” y la del Marqués de la Real Confianza que se ganó la confianza del monarca español y su título de marqués que no llego a disfrutar.
Ambas, son historias tomadas de la realidad y reflejan la riqueza minera de la que goza la ciudad de Cerro de Pasco, cuyo mineral viene siendo explotado sin descanso desde el siglo XVIII en que llegaron los españoles hasta ahora en que empresas peruanas y de diversos continentes no dejan de horadar esa tierra generosa. Veamos:
“Ijurra no hay que apurar la burra” por Ricardo Palma
Don Manuel Fuentes Ijurra era por los años de 1790 el mozo más rico del Perú, como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello era de cortar a cincel.
Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir. En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo para que de él se hablara. Así cuando delante de testigos, sobre todo si éstos eran del sexo que se viste por la cabeza, le pedían una peseta de limosna, motín Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro diciendo: «Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez». Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado ocurría a él en secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: «Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales».
No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por hoy dejo en el fondo del tintero.
Visto está, pues, que a Ijurra lo había agarrado el diablo por la vanidad y que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de «no sepa tu izquierda lo que des con tu derecha». El lujo de su casa, su coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines formaron época.
En esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones, acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera. Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por acequias repugnantes a la vista y al olfato. Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y desprendieran de su armazón, hacían poner las tinas en la acequia durante un par de horas.
Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer remojar en la acequia una tina de plata maciza.
Cuéntase de él que un día mandó
aplicar veinticinco zurriagazos a un español empleado en la mina. El azotado
puso el grito en el cielo y entabló querella criminal contra Ijurra. El proceso
duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente criollo. Éste
comprendió que a pesar de sus millones corría peligro de ir a la cárcel, y para
evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor
consejero que los de Estado.
Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de firmar la diligencia, fingiendo Ijurra equivocar la salvadora, vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero. El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre las manos, gritando:
Y cogiendo un saco bien relleno
de onzas de oro las echó encima del proceso, recurso mágico que bastó para
tranquilizar el espíritu del cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso
con el juez.
Lo positivo es que el de los
azotes, viendo que llevaba dos años de litigio y que era cuestión de empezar de
nuevo a gastar papel sobado, se avino a una transacción y a quedarse con la
felpa a cambio de peluconas.
«No sin fundamento -dice un amigo mío- que todo anda metalizado: desde el apretón de menos hasta los latidos del corazón».
En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con torrecillas, campanillas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros muñecos automáticos. Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad, por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.
La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una tarde el relojero:
-¡Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos ¡Santa Madona de Sorrento! con que es tierra de gente roñosa y cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.
Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de tres negros cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la relojería diciendo muy colérico:
-Oiga usted, ño Fifirriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.
Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.
A uno de los parroquianos del
relojero no hubo de parecerle bien este arranque de vanidad, o nacionalismo,
porque al alejarse el minero le gritó:
-¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! -palabras con las que queda significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin ton ni son despilfarraba sus dones.
La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de gitano; porque pocos días después y a revienta-caballos llegaba a Lima el administrador de la mina con la funesta noticia de que ésta se había inundado.
¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas!
Ijurra gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresas que ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este fracaso y pérdidas de fuertes sumas en el juego lo arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hospital de San Andrés.
Aquí es el caso de decir con el refrán: «Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo».
Desde entonces quedó por frase popular entre los limeños el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:
Sobre el Marqués de la Real Confianza
En 1639, durante el Gobierno del virrey Luis Fernández y Cabrera, se envió a la Corona Española cinco millones de ducados procedentes de Cerro de Pasco, por lo que mediante Real Cédula se le otorga el título de " Ciudad Real de Minas "
A la fama de sus minas acudían muchos españoles interesados y entre ellos D. Martin Retuerto, quien trabajó la mina Lauricocha, dando un socavón que fue el primero que hubo en el mineral.
D. José Maíz y Arcas compró de los herederos de Retuerto la mina citada en 1740 y dirigió un socavón al mismo paraje, concluyéndolo en 1760.
A partir de 1760, tras el descubrimiento de las vetas de plata del " Gran Túnel de Yanacancha ", Cerro de Pasco multiplicó su potencial minero.
La abundante riqueza que había en estos yacimientos llegó en un contexto de extrema importancia para la Corona Española porque Potosí, otro asentamiento minero que era explotado por la Metrópoli, había entrado en bancarrota.
Potosí, también situado en el Virreinato de Perú, pero en el territorio que actualmente ocupa Bolivia, había sido hasta entonces la mayor productora de plata del mundo, pero, tras dos siglos de extenuante explotación, su abrumadora riqueza había sido exprimida definitivamente.
Cerro de Pasco, la "Ciudad Real de Minas", se convirtió en el sustituto natural de Potosí, y cogió su relevo como principal centro minero de la Corona Española.
El minero español José Maíz y Arcas fue quien descubrió la mina de plata del "Gran Túnel de Yanacancha", convirtiéndose en uno de los hombres más acaudalados de Cerro de Pasco.
Tal era su riqueza que en 1764 solicitó el título de "Marqués" a la Corona Española, previo pago del mismo con barras de plata que habían salido de las entrañas de Cerro de Pasco.
En 1771, el rey Carlos III otorgó a Don José Maíz y Arcas el título de "Marqués de la Real Confianza". Sin embargo, éste llegó cuando el minero español ya había fallecido, lo que provocó una dramática disputa entre sus hijos varones por la legítima herencia del mismo
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